Me he despertado con el ánimo por
los suelos. Anoche, tras una larga jornada llena de tensión e incertidumbre, me
fui a dormir sabiendo que el presidente del Gobierno de España, Mariano Rajoy Brey,
había decidido desaparecer sin dimitir. Creo que fueron los avispados
reporteros de La Sexta los primeros que localizaron el restaurante donde estaba
comiendo el señor Rajoy. Supongo que en las ocho horas que pasó allí comió bien;
quizás tomó entrantes, aperitivos, primer plato, segundo plato, postre, pan y
algún líquido para acompañar y empujar posibles malos tragos hasta un estómago
que, sin duda, está acostumbrado a digerir cosas terribles. Yo sé lo que es
eso: he visto cosas que vosotros no creeríais. Yo, como Roy Batty, sé lo que es
vivir con miedo, ser esclavo.
Habrá quien piense que estoy
exagerando, pero no. He mirado en el diccionario la definición de la palabra
esclavo/esclava: “[persona] Que carece de libertad y derechos propios por estar
sometido de manera absoluta a la voluntad y el dominio de otra persona que es
su dueña y que puede comprarlo o venderlo como si fuera una mercancía”. Es mi
vivo retrato. Me han sacado en montones de fotografías, imágenes impías
reproducidas una y otra vez en la televisión, en los periódicos, en teléfonos
móviles, en todas partes en internet. Se han reído de mí y del lugar que ocupé
ayer por unas horas. Había estado otras veces muy cerca de Rajoy ―al lado, en frente,
detrás, a la derecha, a la izquierda, a sus pies―, pero nunca había ocupado su sitio hasta ayer. Fue
algo sorprendente, lo sé, totalmente inesperado. Ni siquiera Soraya sabía que
esto iba a ocurrir. Fue un acto no premeditado, un impulso, sin alevosía, creo…
Al principio fue incómodo, lo reconozco; sin embargo, al mismo tiempo sentí
como si ese fuera mi espacio natural y merecido. He cargado con tareas
tremendas, con agendas llenas de responsabilidades, con horarios insufribles,
con papeles en los que se habían trazado leyes draconianas. He llevado dentro
de mí todo eso y mucho más que me callo ―ya
se sabe el poder que tiene una mordaza―.
Por eso, cuando me vi allí, sin pretenderlo, me dejé llevar por la vanidad y
pensé que, quizás, había alguna razón para que se produjera tal hazaña. Quizás,
después de tanto anonimato, yo merecía estar en aquel sillón.
Me he visto en esas imágenes y he
sentido pena por mí mismo y orgullo a la vez: no todos los días se puede ocupar
el puesto de todo un presidente de gobierno. Sí, sé que no soy más que un bolso
grande, negro y sin gracia. Sé que me hice demasiadas ilusiones, pero ¿qué
podía hacer yo? Me pusieron allí para reemplazar un vacío que duró demasiado
tiempo. No obstante, soy consciente de que hoy es otro día, que aquello fue
solo un sueño y yo soy apenas un replicante.
Miro el reloj impaciente. Ya son
las nueve y media y aquí seguimos, sin sombra de Brey.